sábado, 3 de abril de 2010

La Muerte de Jesús y nuestra muerte:

Jesús murió en la cruz para salvarnos (Hch. 4, 12; 5, 31; Rom. 3, 24). Él pagó con su sangre el precio de nuestra iniquidad. (Mt. 26, 28; Rom. 3, 25; Ef. 1, 7)

Jesús derramó su sangre en la cruz para lavarnos; más aún, desde nuestro bautismo hemos sido sepultados con Cristo al pecado (Cf. Rom. 6, 1-11). Lamentablemente nuestra falta de fe hace que no abramos nuestro corazón a Jesús y por ende, que no nos dispongamos a seguirle a Él con nuestros pensamientos, palabras y acciones.
Para muchos de nosotros, la falta de fe se debe a que Jesús no cubre nuestras  expectativas: quisiéramos – al igual que los judíos- un Mesías poderoso, próspero, castigador, guerrero… Un Mesías que actúe rápidamente y de manera mágica, alguien que nos complazca en todo. Y Jesús ha manifestado con sus palabras y obras todo lo contrario: mientras nosotros queremos pan, Jesús nos da la Palabra de Dios como alimento, ambicionamos fama y fortuna y Jesús nos ofrece sólo la gloria de Dios, aspiramos sobresalir ante los demás y Jesús por el contrario nos brinda un camino de humildad, nos gustaría seguirlo por un camino ancho y cómodo y él nos promete un camino estrecho, huimos del sufrimiento y Jesús nos ofrece la cruz… en una palabra, queremos que viva nuestro yo y por eso nos resistimos a creer en Jesucristo, en la salvación que él nos da y a reconocer su presencia amorosa en la vida cotidiana. 
Hoy nosotros hemos de morir a nosotros mismos: a nuestras apetencias, a nuestros caprichos, a nuestros pensamientos y deseos, a nuestros vicios y pecados… Conviene que Cristo reine en nuestras vidas. ¡Pero qué difícil es! A cada instante nuestra humanidad se esfuerza en conseguir lo que le apetece, lo placentero, lo razonable, lo que le asegura bienestar, sin dolor, sin sacrificio de ningún tipo.
Es necesario que nosotros muramos para que Cristo viva plenamente en nosotros y obre a través de nosotros, dando vida en abundancia  a quienes nos rodean (Cf. Jn. 10, 10). Nuestra muerte entonces, más que física, es una muerte a nuestro yo, una muerte al pecado…
Hoy en día es urgente que todos los cristianos tengamos un encuentro con Jesucristo Vivo, para que, como fruto de ese encuentro, pensemos, actuemos y sintamos como Jesús (Cf. Mt. 16, 23; Jn. 13, 15; Flp. 2, 5) y no como los hombres, para que el mundo crea en Él (Jn. 17, 21-23) y acepte la salvación que él otorga a todos sin distinción.

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