viernes, 26 de abril de 2019

Alegría cristiana y fortaleza

El Evangelio del viernes de la semana de Pascua (Jn. 21, 1-14) nos presenta la tercera aparición de Jesús a sus discípulos después de su resurrección. Aunque este pasaje ofrece mucho material para la reflexión personal y comunitaria, solo quiero detenerme en meditar un poco en la persona de Pedro: estuvo pescando toda la noche y no consiguió nada... Al amanecer, aún constatando el signo realizado por Jesús resucitado, no lo reconoce, sino hasta que escucha del discípulo amado que quien estaba en la orilla era nada más y nada menos que el Señor. Dice el texto bíblico: "Oyendo, pues, Simón Pedro que era el Señor, se ciñó la ropa (porque se la había quitado para poder trabajar), y se echó al mar" ¡Qué alegría tan grande la de Pedro! Sin pensarlo dos veces se ciñó la ropa y se lanzó al agua para acercarse al Maestro. Del desánimo por no pescar nada al gozo de estar con el Resucitado.
Luego de saludarlos a todos, Jesús les pidió que trajeran algunos  peces de los que habían pescado. Y continúa el texto sagrado: "Simón Pedro subió a la barca, y sacó la red a tierra, llena de peces grandes, ciento cincuenta y tres; y aunque había tantos, la red no se rompió". La red que los otros discípulos venían arrastrando en la barca, Pedro la arrastró solo hasta la orilla. Aquí está el meollo de la presente reflexión: La alegría de Pedro por estar con el Señor Resucitado le dio fuerzas para arrastrar la red llena de peces grandes. Si Pedro hubiese estado triste o desanimado, no hubiese podido hacer eso. Exagerando un poco, no hubiese podido ni siquiera con la red vacía.
Aplicando esto a nuestra vida, es necesario que nosotros estemos siempre alegres, pero con la verdadera alegría que nace de la fe y es obra de la gracia y de la comunión plena con Jesucristo. Sin esta alegría, nuestra vida cotidiana pierde sentido y somos presa fácil del desánimo, de la desilusión, de la tristeza y como consecuencia de ello, perdemos la fuerza necesaria para luchar por nuestra propia santificación y la santificación de los demás, para cargar nuestra cruz de cada día. Es entonces cuando cualquier inconveniente por pequeño que sea, nos sume en la decepción hacia nosotros, hacia las personas o incluso hacia el mismo Dios. La realidad cotidiana se convierte en una pesada carga que nos resistimos -o nos negamos- a soportar. Brota entonces en nosotros la queja, la murmuración, el alejamiento de la comunidad...
Por el contrario, la alegría que surge de la fe nos ayuda a ver las cosas desde una perspectiva mucho más amplia y a no quedarnos en lo superficial, porque somos capaces de reconocer la presencia de Dios en nuestra realidad tal como ella se nos presenta. Es entonces cuando podemos apreciar la pedagogía de Dios, nuestro Padre amoroso, que nos brinda todos los días la oportunidad de crecer en la práctica del amor y la misericordia. Por eso, ante las dificultades no nos desanimamos. Más aún, somos capaces de resistir por la causa del Evangelio en un mundo de tinieblas. El gozo cristiano nos anima a perseverar en el bien, nos vigoriza para que podamos soportar las incomodidades propias de nuestra vocación cristiana.
Ahora bien, la alegría cristiana ha de ser cultivada: cada día es necesario que luchemos nuestro combate de la oración (Catecismo de la Iglesia Católica) y que recibamos los Sacramentos con frecuencia; es necesario además que fortalezcamos nuestra escucha de la Palabra y que estemos dispuestos a dejarnos sorprender por nuestro Señor cada día. Que le busquemos en nuestros prójimos, especialmente en los más necesitados.
Preguntas para reflexionar:

  1. ¿Soy un cristiano alegre?
  2. ¿Tengo fuerzas para vivir mi vida en plenitud?
  3. ¿Estoy desanimado por algo o por alguien?
  4. ¿Estoy cultivando mi alegría?